Buenos Aires, el camino cumplido y el “Diego” en todos lados
- Guillermo Furlong
- 18 abr
- 4 Min. de lectura
"Barrilete cósmico, ¿de qué planeta viniste?
Para que el país sea un puño gritando por la Argentina"
— Victor Hugo Morales/ Narración México 1986
Buenos Aires, 6 de junio de 2024.
Desperté en el departamento que ha sido el hogar de mi hermano durante los últimos seis meses. Me tomó unos segundos recordar dónde estaba. Las persianas dejaban colar una luz blanca y tibia, de esas que uno solo ve en las ciudades donde el invierno llega con elegancia. La noche anterior había sido interminable. Tengo miedo a las alturas, y ese fue, por mucho, el vuelo más largo de mi vida. Pero había una sola razón capaz de hacerme tomar un viaje tan largo: ver a mi hermano y cumplir la promesa que nos hicimos hace años: caminar juntos por Buenos Aires.
Eddie ya es uno más entre los porteños. Llegó por primera vez hace siete años para estudiar una maestría y, contra todo pronóstico, decidió regresar. “Uno no vuelve al lugar donde fue feliz”, dicen algunos. Pero él desafió esa lógica. En el fondo sé que algo de todo esto es mi culpa. Fui yo quien lo empujó hacia el sur cuando consideraba la idea de ir al norte. Fui yo quien le habló del Che, del “hombre nuevo” y de su perspectiva geográfica en la que si uno apunta más con el corazón que con un mapa, descubrirá que desde Tijuana hasta la Patagonia somos un mismo pueblo fragmentado. De lo único que no puedo adjudicarme responsabilidad es de nuestra devoción compartida por Diego Armando Maradona. Al “Pelusa” lo lleva uno en la sangre. Uno incluso, ya es maradoniano antes de saber que Maradona existió.
—Qué bueno que ya te levantaste. Báñate para que me acompañes a recoger una sorpresa—me dijo Eddie desde la cocina.
Salí del baño dejando todo inundado, víctima de la trampa clásica: una cortina adentro y otra afuera de la bañera. Un error de novato. Me vestí con prisa y salimos a la calle. Buenos Aires es, dicen, la ciudad más europea de América. Es cierto, pero también es latinoamericana hasta los huesos. El ritmo de la ciudad es un tango acelerado, una coreografía constante entre cafés antiguos, colectivos, edificios majestuosos y calles donde la historia todavía se arrastra bajo los adoquines.
Tomamos el subte y caminamos por el centro, entre librerías que parecen santuarios y kioscos llenos de figuritas, cliché y política. En una esquina, un mural de Maradona con alas y la camiseta de la selección. En otra, su rostro en una bandera colgada desde un balcón. En los puestos callejeros, camisetas con su número, postales, llaveros, tazas. Maradona está en todas partes. Es un santo sin iglesia, un dios sin religión que custodia esta ciudad.

Llegamos al punto de encuentro. Un chico, vestido de Boca de pies a cabeza, le entregó dos entradas a mi hermano.
—Vamos a ver a Boca —me dijo Eddie con una sonrisa—. Y con suerte te toca un gol de Cavani. Ya tengo armada casi toda la ruta de los lugares que me pediste. Lo único que no vamos a poder hacer es visitar la tumba de Maradona. Está en un cementerio privado al que no dejan entrar.
Con esa frase comenzó nuestro viaje por Buenos Aires. Caminamos y caminamos. Conocí, comí, me maravillé con cada rincón. El Obelisco, Caminito, los choripanes de San Telmo, El Rosedal, La Bombonera, las facturas, los gansos, la gente. Eddie cumplió su promesa: me sorprendió. Pero aunque la ciudad era un espectáculo, nada, absolutamente nada, superó el milagro cotidiano de seguir descubriendo —incluso después de 35 años— los alcances de la nobleza de mi hermano y la grandeza que habita en su corazón.
Mis momentos favoritos no fueron los monumentos ni los paisajes. Fueron los que compartimos: los kilometros caminados, sus desayunos, su música, las conversaciones interrumpidas por su trabajo remoto, y esos silencios cargados de compañía mientras yo lo esperaba a que terminara alguna reunión por videollamada. También esta la forma que tiene de ser feliz en la felicidad de los otros, como la manera en que presto más atención a mis reacciones en la Bombonera que al espectáculo propio de la 12 en la tribuna y de un partido rocoso en el que gano Boca con un golazo de Cavani.
Al final de un viaje de casi dos semanas mi lista y la tumba de Maradona fueron lo de menos. Y es que el “Pelusa” fue un acompañante permanente en cada sitio visitado. Maradona vive en las paredes, y en la forma en que un país entero se aferra a su identidad con uñas, dientes y gambetas. Porque Argentina no lo necesita muerto para adorarlo. Lo necesita vivo, multiplicado, omnipresente.
Como “el Diego”, las cosas que realmente importan suelen esconderse en lugares que siempre estuvieron a la vista. De la misma forma que yo tuve que tomar un vuelo hasta el final —o tal vez el principio— de nuestro continente para re-descubrir, una vez más, el tamaño del corazón de mi hermano, a quien por cierto, desde hace tiempo le debía esta pequeña crónica.
Eddie, en mis momentos más benevolentes, deseo que cualquiera, al menos una vez, pudiera sentir lo que es tener a un hermano como tú. Y al mismo tiempo sé que no podría compartirte con nadie. Gracias por ser el compañero que la vida me regaló para caminar el mundo; gracias por no rendirte y quererme incluso en los días en que quizás menos lo merezco; gracias por las promesas cumplidas, por Buenos Aires, por "el Diego", siempre, por "el Diego".



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