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Contra el silencio, Charly García.

  • Foto del escritor: Guillermo Furlong
    Guillermo Furlong
  • 25 oct
  • 3 Min. de lectura

"Este mundo extrañara por siempre, la película que vi una vez.

Y este mundo te dirá que siempre es mejor mirar a la pared."

— Charly García / Ojos de video tape.



Charly García nació en Buenos Aires en 1951, en un país que aprendía a temerle al silencio. Y pienso que pocos artistas entendieron tan bien lo que significa hablar cuando todos callan. Tal vez por eso su música nunca envejece: porque nace de la necesidad, no de la moda.


Siempre me ha impresionado su manera de usar la palabra: directa y absurda, irónica y poética. En los setenta, cuando los militares dictaban lo que podía decirse, él escribía canciones que sonaban a libertad aunque hablasen de escuela o de amor. Sui Generis fue eso: una rebeldía suave, una ternura que se negaba a rendirse. Escuchar Rasguña las piedras hoy sigue doliendo igual: hay algo de país roto en esa súplica.


Con La Máquina de Hacer Pájaros se atrevió a romperlo todo, incluso a sí mismo. Pienso en la valentía que eso implicaba: hacer jazz progresivo en una Argentina aterrorizada, soñar en medio de la represión. Charly siempre pareció vivir en contramano, y por eso lo entiendo tanto: hay momentos en los que crear es la única manera de no volverse loco.


Serú Girán fue su manera de hablar cuando no se podía hablar. Cada vez que escucho Canción de Alicia en el país pienso que esa letra no solo describía una dictadura, sino también nuestra eterna costumbre de vivir entre el absurdo y el miedo. Charly lo vio, lo dijo, y lo transformó en melodía.


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En los ochenta, con Clics modernos y Piano bar, ya era un país el que empezaba a despertar. Y ahí estaba él, escribiendo desde la resaca, retratando la libertad con su costado más sucio, más real. A veces pienso que nadie retrató mejor el caos que Charly: con dolor, con sarcasmo y con belleza.


Claro, también vinieron los excesos. El salto a la alberca, los internamientos, las locuras. Charly tocó el límite demasiadas veces, pero incluso ahí nunca fue indiferente. Todo en él era una forma de decir algo, aunque doliera. Lo que para otros fue escándalo, para mí siempre fue consecuencia: el precio de sentir demasiado, de no poder callar, de no adaptarse a un mundo que a veces exige disimular la sensibilidad para sobrevivir.


Pienso que a Charly no hay que juzgarlo, sino entenderlo. En su caída hay una verdad que incomoda: la de quienes no encajan, de los que viven en un margen sin pertenecer del todo a ningún lugar. Lo suyo no fue el delirio por el delirio, sino el intento desesperado de seguir siendo él mismo cuando todos esperaban otra cosa. Su vida es la prueba de que ser diferente tiene un costo, y que aun así vale la pena pagarlo.


Tal vez por eso lo admiro tanto. Porque su desmesura no fue soberbia, sino honestidad. Porque no se escondió detrás de la cordura ni de la corrección, y en esa exposición brutal hay una lección: abrazar la otredad también es una forma de amar. Charly ha hecho de su vida una obra en proceso, sin borradores. Un experimento público, imperfecto, hermoso. Y esa fragilidad lo hace aún más grande: porque demuestra que la genialidad también sangra.


Siendo hijo de otra generación, cuando lo escucho, pienso que no solo es un músico: Es una brújula. una que nos enseña que el arte no tiene por qué obedecer, que la belleza puede ser un acto político. Y que el silencio —ese que a veces vuelve— se combate con palabras, con arte, con rebeldía.


Que el futuro nos encuentre siendo más como Charly: inconformes, curiosos, y profundamente humanos. Capaces de desafinar frente a todo aquello que quiera decirnos cómo vivir.

 
 
 

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