Un Papa para los que se habían ido
- Guillermo Furlong
- 21 abr
- 2 Min. de lectura
“Oh, no eres tú mi cantar
No puedo cantar, ni quiero
A ese Jesús del madero
Sino al que anduvo en la mar.”
— Antonio Machado
No es fácil escribir de la muerte de un papa, menos aún cuando se trata de uno que supo, como pocos, volver a la raíz. Francisco no fue solo el primer pontífice latinoamericano ni solo el jesuita que cambió los códigos de solemnidad del Vaticano. Fue, sobre todo, un líder espiritual que eligió la compasión por encima del dogma, el encuentro por encima del juicio, la ternura como una forma de resistencia.
Para muchos —entre quienes me incluyo— la relación con la Iglesia fue durante años una experiencia más cercana a la culpa que a la fe, al miedo que al consuelo. Por eso, Francisco fue, sin proponérselo, un puente inesperado. No para volver al templo, sino para volver a mirar con honestidad lo que significaba seguir a Jesús. Y no a un Jesús glorificado, inalcanzable, sino a ese que Borges alguna vez imaginó bajando del madero, con los pies en la tierra, convertido en uno más entre nosotros. Francisco fue un puente con ese Jesús, nos habló de una Iglesia de pecadores, incluyéndose. Una Iglesia que, por fin, reconocía que no tenía el derecho de señalar desde lo alto.
Abrió las puertas a todas y todos. Se negó a rechazar a los miembros de la comunidad LGBT, rompiendo con siglos de tabúes y silencios. Habló con claridad, sin ambigüedades, de que Dios no excluye. Y no solo eso: también abrió la Iglesia a los ateos. Recuerdo con particular emoción aquel momento en que un niño, hijo de un padre ateo fallecido, le preguntó si su papá estaba en el cielo. Francisco, contraviniendo los punitivos dogmas, respondió que Dios no cierra las puertas. Por fin, el cielo —durante tanto tiempo presentado como una membresía exclusiva— se convertía en un espacio para todos.

Tampoco abandonó a Palestina, cuando la mayoría de los potentados mundiales optaron por la prudencia hipócrita. Fue peregrino en tierra de nadie, y puso por delante a los desprotegidos antes que a cualquier político. Su compromiso fue siempre con los últimos, aunque eso incomodara a los primeros.
Vivió con la misma ropa, en un cuarto sencillo, y convirtió esa austeridad en un acto político y ético. Fue incómodo para los poderosos, y eso lo volvió entrañable para quienes alguna vez sentimos que ya no había lugar para nosotros en el relato oficial de la fe.
Murió el papa de los pobres, de los olvidados. El papa de quienes estábamos enojados con Dios. Pero también, y sobre todo, el papa que nos recordó que la fe puede ser un acto de ternura, que Dios no es una amenaza sino un abrazo. Y que el Evangelio, si no incomoda al poder y no consuela al dolido, no sirve de nada.



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