La bruja en la ventana
- Guillermo Furlong
- 13 abr
- 3 Min. de lectura
“Me agarra la bruja, me lleva a su casa
Me vuelve maceta y una calabaza.”
— José Luis López Santiago
Siempre es de noche. Siempre es el mismo camino: estrecho, cercado por arbustos y rosas. Siempre es ella.
No importa cuántas veces lo sueñe, la historia se repite con una precisión inquietante. Camino hasta llegar a una casa de planta baja, vieja, callada. En la ventana, la figura de una anciana: rostro surcado por arrugas, cabellera larga, mirada afilada. La he llamado, con el tiempo, “la bruja.” Ella siempre me observa. A veces, la sola visión me paraliza; otras veces, en un acto de rebeldía, la desafío. Entonces ríe. Y ahí despierto.
Nunca llego más lejos que eso.
Esta pesadilla me ha acompañado casi toda mi vida y vuelve al menos una vez cada año. Es una visita ritual. Un camino de regreso a la oscuridad que siempre me acompañó. Durante mucho tiempo creí que la bruja era resultado de las muchas veces que, de muy chico, mi papá me cantaba aquella vieja canción de "Las brujas" de Cri-Cri:
“Entran las brujas por las ventanas
Rac, ric, rac, ric
Siempre se esconden bajo las camas
Rac, ric, rac, ric.”

Yo lo escuchaba con los ojos abiertos como platos, sintiendo cómo mi cuerpo entero se tensaba con la melodía. Había algo en su tono, en esa manera en que la letra jugaba con el misterio, que sembró en mí una imagen imborrable. Y es que, para una imaginación como la mía, no era difícil visualizar a esas brujas cruzando el cielo, flotando sobre el techo, esperando a que apagara la luz. La canción terminó yendo conmigo a la cama durante años.
De niño, el miedo era puro, fantástico: la bruja, la sombra bajo la cama, la oscuridad que parecía tener vida propia. La noche era un campo minado de presencias que no podía nombrar, pero que sentía con fuerza. El problema es que uno crece, pero el miedo también. Cambia de piel. Se disfraza. Y, aun así, la pesadilla de la bruja sigue regresando como un saldo pendiente.
A mis 35, me asusta que las pasiones terminen desdibujándose hasta parecer imposibles. Me aterra la idea de despertar un día y aceptar, sin pelea, que no se cumplirán. Que perdí la frescura, la terquedad, la rebeldía necesaria para desafiar lo que nos han dicho que no es “posible”. Me da miedo volverme una de esas personas que solo repiten que “la vida es así”.
Me da miedo renunciar, y tengo miedo de perder el miedo (por más ridículo que esto suene). Porque el miedo, aunque duela, también me ha sostenido. Ha sido mi alarma, mi brújula torcida, mi motor en la incertidumbre. ¿Qué pasa si un día ya no me da miedo fallar? ¿Si ya no me da miedo intentar? ¿Y si ese vacío que deja el miedo se llena de nada? A veces temo que, sin él, sin ese pulso tembloroso que me recuerda que algo importa, todo se vuelva indiferente.
Habitarse con miedo es aprender a reconocerlo como un inquilino que no se muda. A veces se disimula en la rutina; otras, se asoma como un susurro al oído justo antes de tomar una decisión. El miedo no siempre ruge: muchas veces, espera. Aprende a caminar con nosotros, se hace parte del cuerpo. Uno no lo enfrenta una vez, sino muchas. Y no siempre se le vence. Hay días en que se vuelve obstáculo. Otros, impulso. Porque el miedo, cuando no paraliza, puede empujar. Pero nunca desaparece del todo. Se transforma en sombra, y las sombras no se despegan.
Aún no logro descubrir qué significa la bruja, del mismo modo en que no sé qué hay después de su risa. Nunca he llegado tan lejos. Quizás, algún día, me atreva a dar un paso más. O quizás llegue el momento en que la bruja no vuelva más y, entonces, me quede con la duda para siempre. Tal vez incluso llegue a extrañar su risa y el eco de aquel primer temor. Porque a veces, lo que más tememos es también lo que más nos pertenece.



Que bonito escribes hijo, expresas tan bien tu sentir que haces que uno sienta
Te quiero mucho, amigo.
R.R.B